Función al cielo

El teatro colmado, familiar, conocido, no tan conocido y desconocido. Amigos de la colectividad. Podría ser vasca, galesa, griega, española, árabe. Ya no lo recuerdo, lo que todavía recuerdo era esa sensación que a uno le genera estar en un club, en un pequeño pueblo. La misma que me empujó al anonimato, a ser un número y esa clase de persona que lleva la expresión de la “insociable sociabilidad del hombre” como en su momento recuerdo de Immanuel Kant.

Los padres, ansiosos, eran casi los propios hijos a punto de bailar. Correteaban de aquí para allá. Eran un manojo de nervios inadecuados. Las fotos, los videos. Que la abuela vea bien. Algún conflicto en los lugares claves de la sala.

Un señor de rostro aguileño estaba tranquilo viendo a los niños jugar, un hombre cincuentón de mirada perdida veía a las adolescentes con una de una forma un tanto perturbadora. Ciertos desconocidos estaban en su primer estreno con todo lo que implica la situación de las muestras de fin de año. Una mezcla rara entre desconcierto e inquietud.

Tras bambalinas todas las edades corrían y recorrían alocadamente los camarines. Los infantes no entendía exactamente que pasaba sólo sentían y eran afectados por el nerviosismo reinante. Los preadolescentes sabían que tenían que hacer y principalmente que NO tenían que hacer. Sin embargo algunos ya tenían planes alocados y en mente y ante las recomendaciones de “Recuerden no bajar mucho” algunos ya decían “Hasta el piso no paro”. La mayoría optaba por la recomendación sabia y adecuada. Ante todo es una idea buena hacerle caso al docente, salvo contada excepciones.

Los adolescentes se encontraban más aplomados, con nerviosismos, algunos ya se les notaba el gen de artistas. Otros estaban en pleno arrebato juvenil, además de bien preparados para ser visto por sus admiradoras y admiradores. No hacer el ridículo era clave y fundamental. A veces la adolescencia es un estadío conservador del ser humano.

Los adultos tenían preocupaciones y nervios artísticos y familiares. Algunos tenían a sus propios hijos bailando también.  Entonces podemos imaginar alguna de las charlas y conversaciones “Agustín ponete bien el traje”, “Mateo, dejá en paz la faja”. “¿Y si me equivoco má?” “¡Pero como te vas a equivocar si va a salir todo bien mi vida!”

Mucha gente corriendo, ella también, “Quédate tranquilo”, “No manches tus botas”, “Vos cuidado con el pelo”; en un determinado momento casi por un descuido un nene llegó a la mamá contigua y con vos ingenua preguntó “¿Va a venir papá?”. Ella estaba acomodando el grandilocuente peinado de su hijo mayor. Y no pudo evitar pensarlo: “¡Han pasado 20 años! hoy parecen nada.”

La niñez se ha ido, la adultez avanza y mientras sus ojos recorren esa repleta sala, se anuda en su pecho una emoción que la embarga. Todavía recuerda el día, el día desde el cual lo extraña. Él hoy está muerto. Pero quisiera ver su mirada. De padre, de hombre. Su fe y sus lágrimas.

Ella y sus hijos, bailando. Una familia, un hogar, la complicidad de las miradas, las alegrías compartidas. Su pequeño gran triunfo contra los desafíos en que su propio padre había fracasado.  El orgullo que él hubiese sentido sería máximo.

Pero ya no podía, ya no era posible. La vida le había propuesto otra cosa, le había propuesto sobrellevar una ausencia definitiva.

Pero entre todos sus desvelos la fe y la esperanza, la mirada fija, la lucha y constancia, su paso seguro, su valor y la frente en alta. Los golpes recibidos, las nuevas puestas en marchas, Ahí vestidas con su familia y sus enseñanzas. “Fueron 20 años. ¡Hoy parecen nada!”. Aún hoy de sus ojos brotan algunas lágrimas.

La música resuena, se elevan las palmas. Aún recuerda la emoción que la embarga. El acto se inicia y ella allí avanza. Para defender la alegría y agradecer por las lágrimas.

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