Fin del itinerario

También soy parte de una familia llena de mitos y extravagancias. Como cualquiera, lector. No importa si las líneas son propias o ajenas.

Sin embargo, en mi caso, basta navegar un poco en lo que escribo para notar que el único familiar que tiene derecho propio entre todas estas incoherentes letras es mi madre.

La causa es simple: el viento enreda las emociones, pero no la palabra, y ese pequeño legado, vuelve su lejanía un poco menos trivial. Una ausencia un poco menos dolorosa. Una idea de resurrección reparadora. Una singular e íntima forma en que puedo reparar esa fractura interior.

Los libros y la verdad. La ignorancia y la lectura, la imperial resignación y las elegantes medias verdades hacen que ella aparezca repetidamente. Un hombre angustiado sólo existe en un mundo en disolución. Se puede observar en las miradas, las tenues sonrisas y los opacos tonos en que nuestra voz habla sobre el mundo exterior.

Y aunque haya menos por disolver dos años después; mientras el preso tiene muros que contienen su desesperación yo tengo las letras. Una desesperación más profana y menos punitiva. En definitiva, todos tenemos un poco de de la gente que queremos, no tengo nada especial.

Es por eso que a veces otros personajes aparecen junto con nuestra aventurera. Porque no estamos solos en el mundo y porque muchas veces queremos acercamos a algunos y diferenciarnos de otros. Y eso está bien: Silvia le hablaba a su hijo de cuatro coprotagonistas: su esposo, su hermano menor y su padre. ¿Y quién es el cuarto?.

El cuarto. No sabemos si es complejo o simple. Quizá menos dudas y más sentencias. Quizá con una idea que mi madre se formó de joven. Nuestra cuarta protagonista, en realidad, es la que hace falta presentar en escena.

La verdadera señora, la real y adecuada persona de sociedad: Evey Nori Navarrane. Ella lo tenía todo; Todo a lo que se podía aspirar en 1977/1978 y todo a lo que nuestra heroína no podía alcanzar ni jamás alcanzó. Por pobre, por hija de padre alcohólico, por ser hija de padres estaban separados, por venir del campo, por tener un carácter explosivo, por no ser de una familia tradicional. Por tener muchas de esas cosas que ejemplifican lo incorrecto e impuro.

Evey era la verdadera señora. La señora de toda la familia: Saco de piel, reuniones de sociedad, convites por cada aniversario de matrimonio.  Presidenta de Ligas de Madres de Familia, invitación exclusiva cada 10 de julio en la conmemoración de su cumpleaños con un chocolate en vertido en fina porcelana.

Conocida concurrente a la misa de la iglesia central, Instructora de piano. Madre de dos hijos, el primogénito varón (Niño distinguido que salía en el diario local) y por supuesto una niña. Cada uno, junto con su padre, tienen el álbum donde están los recortes de las diferentes apariciones en los diarios. El recuerdo de los logros citadinos.

Evey, tenía con qué. Siempre tuvo. El contexto no la ayudaba. En una cena de sociedad, por la década de los 70, ella había realizado un Pulpo a la Gallega. No había internet, no había conocimiento colectivo. Lo hizo porque sabía hacerlo.

Ante tamaña distinción los comensales esperaron. Y cuándo comenzaron a comer se escuchó la voz de un hermano de su esposo:

“Está muy rico el mondongo”

Tío Juan (En realidad se llamaba Fernando. Pero es otra historia)

Imagino su cara de sorpresa, su discurso a mi abuelo luego de ese momento, la prolija indignación ante la falta total de conocimiento por parte de su familiar político. La anécdota quedaría impregnada en nuestros mitos.

Mi padre es quién lo recuerda y eventualmente lo cuenta. El contexto no la ayudaba a destacarse. Nosotros que venimos de esa rama familiar lo sabemos mejor que nadie: seguimos siendo unas bestias.

Su símbolo fue su tapado de piel. Ese saco señorial que debía pasear por la iglesia, el centro y las casas conocidas de la cuidad. Todos estaban contentos en la pulcra y alegremente chismosa ciudad.

Sin embargo también ayudó a que exista el otro saco, no recuerdo si por la compra o el consejo directo. Mi madre compró un saco recomendada por ella. Pero con su dinero, sus primeros sueldos. Evento también contado de manera legendaria. Ahí la historia comienza a separarse: un saco regalado para una mujer que oficia de ama de casa sobre un saco comprado con el propio trabajo. Ya aparecían las diferencias.

Sin embargo, ella, la señora de sociedad en su casa cercana al centro tenía una falla central. Un pecado capital insalvable que tal vez haya sido la condena por la cual sus hijos no estudiaron carreras universitarias: Era una casa sin biblioteca. Y ya sabemos la opinión de nuestra aventurera preferida:  “Una casa sin biblioteca es una casa sospechosa”

Pero lo peor de todo estaba por llegar. No era el saco, no era eso que una joven puede sentir en casa de su suegra. Lo peor llegó contra su propio hijo: nuestra heroína se daba cuenta que su propio hijo disfrutaba con sus abuelos en general.

Quizá entre el padre y la madre el hijo tiene siempre un amparo mayor ante los ojos maternos. Pero, ante una abuela, la cuestión va por otro lado. Y ella lo sabía, su pequeño hijo disfrutaba los momentos con ella. El niño. Con dos años le enseñó la palabra: Itinerario. Él lo repetía y la señora mostraba la gracia adecuada.

Pero no fue sólo eso. La señora llevaba al niño a Buenos Aires, cada julio. Lo llevó en su primer viaje en avión. Lo dejó ir en rafting por el río mendoza, lo llevó a conocer la nieve, le compró helado. Le dió a probar palmito. Le hizo conocer todo eso que el niño debe conocer. Porque así debía ser para el “Señorito”, o “El niño”.

Como personas independiente podrían haber discutido mucho. Sin embargo la Abuela y la madre acordaban en algo. Tenía que saber. Cada cual usó sus mejores armas. La abuela Evey llevó al niño comer pizza a las más importantes pizzerías de la ciudad de Buenos Aires, al teatro, al cine. Mientras le decía “Esto es Buenos Aires”.

La señora se transformó en abuela, y era también una herramienta en el plan trazado por nuestra ya conocida protagonista: “Mi hijo tendrá lo que yo no tuve”. Sencillamente, porque no somos ni buenos ni malos. Somos, a veces buenos y a veces malos. Grises, sencillamente humanos. Eso lo sé yo, lo sabemos ahora. Pero ninguno de los protagonistas de estas historias. Que ahora ya están en el otro lado de la vida: el recuerdo.

También en diciembre La abuela murió. Siento que fue hace años. No pasa lo mismo con mi madre, aún pienso que fue ayer. La mitología psicológica algo tendrá que explicarme al respecto.

Cada cual recuerda el peor pecado de su familiar cercano. Mi madre hablará de las bibliotecas. Mi padre hablará del amor entre hermanos y la sinceridad. Yo recuerdo otro muy distinto.


Como abuela mía, cometió el peor de los pecados capitales que una persona puede cometer: repetir hasta el hartazgo “me quiero morir”. Desde hace 20 años lo decía constantemente. En ese tiempo surgió internet, los celulares, los teléfonos inalámbricos, aprendimos muchas cosas nuevas. Pero para ella nunca hubo nada nuevo bajo el sol.

Ella sólo se limitó a decir: “Estoy vieja quiero morir”. Todo indicaba el trámite elemental de esta situación. Ella había muerto, Ella ha muerto, pero muchos años antes había dejado de existir. Muchos años antes, había dejado de crear historias juntos: ningún viaje, ningún puente nuevo, ideas que se repetían. Y es algo que sí se puede hacer. Cualquier padre de entre 50 y 60 años lo sabe. Los mundos cambian y los puentes tienen que construirse.

Tenía 87 años, los nietos no estaban completos uno ya había partido a Buenos Aires creo que ninguno lloró. Era la abuela, los abuelos mueren primero. Era su destino. Los hijos lloraron un poco. Los sobrinos lloraron más. Y, mientras tanto, el tiempo pasaba lentamente: no es lo mismo tu madre que tenía 55 años de cáncer que 87 de muerte natural. El tiempo se mide diferente. Una muerte opaca y deja pequeña a la otra.

Sin embargo, sí existió lágrima legítima. Un conjunto de señoras, sus amigas, irrumpieron y lloraron abrazadas junto a mi tía, luego se sentaron junto al cajón y transformaron el encuentro social en un velorio. Había algo genuino en ellas: La amistad.

Cuándo cerraron el cajón. Yo no entré, no era necesario. Salió su yerno, sus conocidos, parientes del esposo, salieron sus primos, salieron sus hijos. Y por último quedó ella, su amiga. Mirando el cuerpo, ya sin vida, inerte. ¿Qué piensa un amigo cuando te ve muerto?. Mi imaginaba pensando que se terminaron las  charlas, sus paseos por la iglesia, su risa y sus comentarios secretos que sólo los amigos tienen.

Por un instante, me imaginé a mis amigos, a mí mismo en ese lugar. En un lugar extraño, con gente que ya tiene cosas que hacer. Qué está ahí “De paso”. Pero yo seguiría ahí, ellos seguirán ahí porque la amistad no conoce filiación y no tiene nada que ver con la muerte. Está afianzada en la vida. Entonces, al final, por último salió ella, su amiga, haciéndole honor al poema de Kipling “El milésimo Hombre”:

Un hombre entre mil hombres, nos dice Salomón,
se une a tí con más cariño que un hermano,
y bien vale la pena buscarlo media vida
por si lo encuentras antes de vivir la otra media.
Novecientos noventa y nueve están pendientes
de la virtud que el mundo te reconoce,
pero el hombre milésimo será tu fiel amigo
(...)
Novecientos noventa y nueve no podrán
soportar la vergüenza, la burla o la risa,
pero el milésimo hombre siempre estará a tu lado,
hasta el pié del patíbulo y todavía después.

Nuestra protagonista, hace 2 años ha muerto. Hoy le toca el turno a su principal fuente de acción y más respetada antagonista. El sacerdote dijo, “Recuerden lo bueno”. Algo absurdo, es evidente que mi abuela cocinaba delicioso, me llevaba facturas a la cama, me consentía y era generosa conmigo (principalmente en mi niñez). Cada vez que una abuela haga eso, ella vivirá.

Por eso es que debemos recordar lo malo, lo miserable, lo que la hace humana y nuestra.

Si diéramos un pecado capital a cada una, mi madre sería La Ira y mi abuela La Soberbia (O vanagloria). Siempre ganará esta última. Porque la ira quemará todo a su camino creando un caos elemental y heridas imposibles de sanar. Mientra que la soberbia, todavía impoluta caminará por un sendero mucho más limpio.

Símbolo de esto es el saco de piel, que por muchos lugares ha paseado. Un saco que iba a ser de su hija,mi tía, pero que fue regalado por ella en mí favor. Ahora los dos están en la misma mano.

Evey ha terminado su itinerario, era su deseo. Podemos olvidar sus historias. Ya está todo definido. Nos daremos por vencido y olvidaremos esas prendas. El pedestal de mi abuela nutrirá nuestra memoria y la ambición de nuestra heroína sólo agigantará su gloria.

Algún día alguien, tal vez, se adueñe de esos dos tapados para que inicien un nuevo itinerario. Y así, de manera novedosa, reluciente, limpia y original. Nos de nuevas anécdotas.

¿Cuál vida ha sido mejor? Creemos que la de mi abuela. ¿Cuál elegirías? Mi respuesta sólo puede ser una.

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1 comentario

  1. Hubiera dicho que tu abuela, por haberla tenido más fácil que Silvia.. pero si al final de sus vidas la una quería morir y la otra vivir.. quizás ahí esté la respuesta…

    ¡Leí tus letras tan identificada! Este año se llevó a mi abuelo.. y fue exactamente eso, un sentir de «ah esto es lo normal, el ciclo de la vida, en su doloroso orden, pero en orden al fin»