Invitados todos al convite. Carentes las miradas de emociones. Vaciados completamente de la sonoridad propia de la vida. Aparecieron las personas. Los escuchamos a lo lejos con incomprensible prepotencia: compases inaudibles, senderos de manías solamente fomentadas por la avaricia del presente. Día a día llegando entre nosotros para darnos el espectáculo de la fanfarria absurda de su más tonta aventura: demostrarle a los demás las fantasías del presente que serán las bases de un prometedor porvenir. Ninguno cree en ellas.
Así sucedían las publicaciones del perfecto estado de la vida que ellos tienen, y que casualmente era el que anhelaban. Pasado, presente y futuro. Igual, similar, indistinto de la persona. La trama sucedía de la misma manera
Así eran ellos, así estaban todos en la fiesta. Charlas locuaces de ideas que sólo se sostenían porque todos aceptaban el decoro y la plenipotencia de los agasajados. La vida pasando en escalones. Poco a poco se iban cumpliendo. Miradas que esquivan la emoción real.
De pronto, el piano suena, y por el contorno de mi cuello me empieza a correr un frío totalmente reconocible. Miró a la mujer con la que estaba, y le digo “Humoresque no 7” con el dedo hacia el aire como diciendo “esto es lo que estamos escuchando” ella sonríe, me devuelve un: “Sumamente interesante”. Los dos habíamos entendido que no estábamos en la misma situación.
Yo estaba sorprendido al escuchar esa música, por lo mismo que a los otros les desagradó: Cuándo empezó a sonar todos guardamos un poco de silencio, las palabras empezaron a apagarse poco a poco. La pianista, dejó de tocar simplemente para ambientar la velada. Ahora era protagonista con una de las obras magistrales de Antonin Dvorak.
Observé esas caras, ellos querían, pero no querían. Sonando con felicidad infantil el tema nos iba llevando para las alegrías propias de la fiesta, sin embargo, en un momento, el piano rompe en una pequeña amargura para luego recuperarse. Las voces se apagan, las miradas se posan en la rebeldía del piano. El cuál había sido contratado para que ahí, en la mansión Krechmer suene música de ocasión para celebrar que el señor Abimael había logrado, por fin hacerse con una importante posición en una empresa de renombre internacional.
Y entre tanto, festín y charlas de ocasión sobre la vida de los otros. Entre tanto, charla con el supervisor de turno. Con el gerente al cuál todos le tienen miedo. Con sus lugartenientes hablando mal de él pero sonriendoles con alegría y confianza. En ese mismo lugar por unos instantes, pude notar los miedos, ansiedades, las intranquilidades de esos seres humanos.
Por unos instantes él pudo observar en su esplendor las humanas emociones que habitualmente quedaban al costado en las promesas de atardeceres perfectos, amores propuestos, inteligencias supremas y trabajos espectaculares.
Luego de que, animosamente se le acercaran a la pianista para sugerirle que trate de tocar algo que produzca menos eco, el piano estuvo sonando de ambiente. Y, nuevamente, ahogada la reflexión por la comedia. Empezó la velada a agilizarse al ritmo de alguna que otra tonada brasileña. La conjura de los necios reapareció y apagó la pequeña llama de libertad que había encendido nuestra valiente heroína.
La promesa de bienestar general, y de mejoras para todos estaba llegando. Como tenía fama de cínica, descreída y muchas otras verdades empecé a vagabundear por las diferentes salas de la casa. Hasta que llegué a la parte dónde se encontraba el piano y la pianista.
Observé las fotos protocolares. Abrazo en el atardecer del mal, propuesta en parís, candado en algún puente, sostener alguna torre italiana, foto en restaurante giratorio. Felicidades, y alegrías atronadoras, estaba llegando a su fin, y la última línea de luz, coincidía con el fin del día y el inicio de la noche. El piano se apaga, con él vuelven a fluir las normalidades del mundo. La pianista me miró. Yo le dije que sí me había emocionado Antonín Dvořák. Me aburrí en el la velada, pero gané una amiga.