Tratamiento los lunes. Ella lo llamaba “El Spa”. Yo nunca la acompañe en esas fatídicas jornadas.
Ella no quería, tal vez yo tampoco. “¿Para qué vas a venir?” era la principal pregunta defensora, su caballito de batalla.
Uno no sabe por qué, ni para qué. Pero quiere estar, como el árbol que protege a su nido a pesar que aparece el huracán como aquello que se presenta firme ante la marea. Quizá uno se quiere quedar, para morir con las botas puestas. Para saber que lo dejó todo, quizá uno quiere estar para tener su conciencia tranquila.
En el momento inmediato creo que me quería presentar en ese lugar para que se me destrabe el nudo de la garganta, para sentirme útil, para darle sentido a todo eso y que no sean simples crónicas inconexas. Porque tal vez con los símbolos podamos hacer algo que nos permita sanarnos en algún momento de nuestra historia.
También me causaba angustia que mamá vaya a quimioterapia sin compañía. Como consecuencia de sus discusiones con Papá habían llegado a la idea de que era mejor que ella vaya sola a quimioterapia.
Quimioterapia de por vida, o lo que queda de ella. En el transcurso de los meses, de los años en realidad, llegó a verse la increíble fortaleza mental que una persona puede llegar a tener. Mientras ríos de químicos eran vertidos en su cuerpo ella no abandonaba la idea de ir, incluso sola.
Comentaba mamá que el público menos valiente era el masculino. Uno llegó a irse a grito vivo de “No merezco esto”. Era cierto, pero ¿Quién puede merecerlo? A pesar de todo, de la vida, de los cigarrillos, del alcohol, del sedentarismo y la falta de buena alimentación ¿Quién puede merecer semejante tratamiento?
Lo cierto, sea o no justo, estaba en los hechos. Todos los lunes un tropel de enfermos poseedores de algún tumor. Se acercaban al hospital a ser tratados por sus dolencias.
Había frazadas, baldes, sillones, sillas de ruedas, sueros, palanganas, enfermeros y remedios. También podíamos encontrar desesperanza, esperanza, fe, resignación, enfermos muriendo, enfermos viviendo, personas honrando la vida, y los que todavía seguían siendo dolientes. Podíamos ver perspectivas y sueños, cumplidos, y fallos.
Mamá era de las personas con peores perspectivas, sentada ahí en ese sillón medio roto ¿Cuántos habrán pasado por ese lugar?, sólita con su suero en el brazo izquierdo, esperando que tranquilamente pase su hora para retirarse. La sola imagen de verla, o imaginarla, llegar, me presiona el pecho con una emoción simple, antigua y duradera: angustia.
Recordar que ella llamaba “El Spá” incluso hoy me hace reír de lo absurdo. Una simple curiosidad que tal vez un poco pinte esa locura tan cuerda que era su manera de afrontar y posicionarse ante los problemas. Ante la vida, y ante la muerte.