Se llama mucho más que Lulu, pero le decíamos Lulu. Cantaba, seguro sigue cantando. Era hermosa, también debe seguir siéndolo. Nos amábamos; seguramente nos tengamos cariño. Uno no puede desearle el mal a la persona que legítimamente amó.
Nos peleamos: Hay veces que la gente se quiere, pero se hace mal estando juntos. Hay situaciones en las que el amor no genera un puente necesario para una convivencia pacífica. Esta relación fue una de ellas. Sin embargo, como todos; esas personas que son buenas y transparente con nosotros con el tiempo se convierten en pequeños talismanes. Una vez que las tormentas de lo cotidiano pasa recuperamos las maravillosas actitudes que son un imán a la voluntad y una invitación para seguir adelante. Aunque nuestras decisiones nos lleven por caminos distintos. Todavía tengo grabado en mi mente la ayuda de Lulu.
Mi madre durante el transcurso de todos sus años jóvenes descubrió el placer que le producía fumar y la imposibilidad de dejarlo. Ambas situaciones las imaginaba entrelazadas. Ante mi comentario que cruzaba toda la mesa familiar donde ensayaba la relación entre el cigarrillo y la enfermedad ella respondía. “En cuarenta años nunca tuve que ir al médico”. Tenía razón.
Como me hubiese gustado que la tenga hasta el día de hoy. Que su enérgica voz se siga escuchando fuerte en los umbrales en de mi casa, al otro lado de la línea telefónica, que todo lo que salga de ella siga teniendo es ímpetu de una persona de 50 años. Si a su edad incluso hay mujeres por todos lados que son femme fatale. Pero no es este el caso. Su cuerpo está golpeado, su espíritu agónico. La quimioterapia y la enfermedad la están matando.
Y cada vez que pasa eso, si en algún sueño me agarra alguna idea salvadora, es la de la mano de Lulu.
Abril, ya dicho en otros lugares: enfermedad, ella muriendo y sin saber nosotros de qué. Todavía no había aprecido el diagnóstico certero. Su debilidad era latente la desesperación de mi padre y la mía propia eran imposibles. Mi mamá fue muchas veces el pilar de todo esto. Ahora estábamos ahí, desamparados masticando emociones que nos eran ajenas. ¿No era irrompible acaso? ¿Qué le pasó a mi mamá? Esa mujer que jamás vi entrar a un hospital. Esa mujer, como todas, era una mujer, era una persona. Ahora estaba entrando a un hospital. Y con ello derrumbando mis ideas y mi mundo.
Abril con neblina, el otoño ya estaba entre nosotros, el frescor se hacía presente y pese a todo la transpiración corría por mi cuello. Todo lo ensayado en casa no funcionaba, vomitaba cada alimento o bebida que le dábamos. También estaba Lulu, era nuestra espectadora de lujo de todo, y de mi propia desesperación.
Llegamos al hospital, gente enferma, al costado una abuela sola, sufría, tenía cara de dolor. Al costado unos padres con cara de preocupados por su beba que no paraba de llorar. Nosotros los unos terceros. Todos con dolor, yo con el propio y absorbiendo el de ellos.
Llega la enfermera y pone la cara de las personas que ven algo con sorpresa. “Algo no está bien”, descifré. “Espérenme que traigo silla de ruedas”, comentó. “Yo puedo” dijo mi mamá. Pero la cara de preocupación de la enfermera nos convenció de lo contrario.
Mi mamá fue a parar al segundo piso, un lugar donde no había ventanas en los pasillos, un lugar que aún tenía ese color verde de hospital. La mezcla entre azulejo y el musgo de los azulejos hacían el ambiente más enfermizo. Sin embargo los colores hacían tono con el ambo de los trabajadores de la salud. En ese lugar deprimente y decadente se encontraba mamá; quién nunca se había enfermado. Hoy estaba ahí.
Nos hicieron esperar un poco, entreveo por la puerta y mamá estaba discutiendo por cierto asunto con la enfermera. Luego me entero que ella no estaba siendo lo suficientemente delicada en ponerle la sonda. También descubro que va a quedarse en el hospital por unos días.
¿Hospitalizada? ¡¡Pero si hace una semana estaba en casa y era una madre inmortal y todopoderosa!!
Nos dejaron pasar, ahí estaba, ese traje que usan los enfermos. Mi mamá lo tenía puesto, la sonda por su nariz, la ventana que estaba entre cerrada nos dejaba ver ese cielo tapado por nubes otoñales. El viento golpeaba la chapa de las ventanas. Mi mamá… la sonda… las sábanas blancas… la palidez… la angustia… la idea de la muerte. Todo en mi cabeza giraba. Ella apenas me vio y se percató de mi cara de abatimiento tuvo una reacción tan nuestra, tan propia de nuestra historia, tan fiel a nosotros mismos.
Me miró y me dijo “No me voy a morir”. No pude, no pudimos. Cuando me di cuenta estaba arrodillado agarrando con fuerza del cubrecama llorando. Puño cerrado, sentía mus uñas en las palmas como queriendo exprimir todo el aire. La presión sobre el pecho indicaba que ese dolor no se iba a ir jamás, porque no había una idea clara de qué sentía, sólo sentía un desgarro interior indescifrable que me hacía llorar. Unas lágrimas de desesperación brotaban sin cesar y no iban a parar ahí. Todo lo que podía gritar era «¿Por qué?¿Por qué?¡¡¿POR QUÉ?!! Si hace una semana estaba ahí, era vida plena y pura.
Ahora en un hospital, muriendo, con la sonda, con una ansiedad de que algo terrible estaba por venir y no sabíamos qué. Yo llorando ella sintiendo angustia y culpa por su propia enfermedad.
En ese momento Lulu, que era una espectadora, no dijo nada. Pero apoyó su mano sobre mi espalda. Me calmó, me hizo bien. No sé por qué. Sus dos brazos estaban sobre mis hombros ella arrodillada ahí al costado. Encontré un instante de quietud. Pude reincorporarme mientras mi mamá decía “Mucho mejor” con una suerte de orgullo maternal imposible de parar. Su tranquilidad era palpable. Fue sanador. En ese lugar lleno de profesionales de la salud sólo Lulu pudo sanar dos almas con un simple gesto de manos. Cuando nos fuimos del hospital mi mamá le dijo “Cuídalo”.
Mientras volvíamos a casa pensé que iba a decir algo de lo que siempre dice la gente “Todo va a salir bien.” Pero su respuesta ante mi pregunta “¿Qué pensás?” que intentaba cortar el silencio sepulcral que mediaba entre nosotros. Su respuesta fue, “Esto me da tristeza”. “Yo también”, respondí. Ella tomó mi mano. Me hizo bien.
A lo largo de todos estos años no recuerdo que haya dicho palabra alguna relevante o gran charlas sobre esto. Ella era una persona de gestos hermosos, porque era y debe seguir siendo, una persona hermosa. Pero recuerdo vivamente esa mano, recuerdo cuando tomó mis manos en un bar en Santa Fe y Bulnes y cuando me abrazaba mientras estaba en un bar en Medrano y Humahuaca derrumbándome en una depresión atróz. Esas imágenes aún hoy me generan la serenidad de estar sentado frente al mar en un atardecer calmo y cálido.
A lo largo de todos estos años quizá haya sido la única persona que entendió algo sobre esta situación tan difícil y complicada, quizá lo entendió más que yo mismo.