La escuela aparece siempre ante la presencia de quienes la valoran y aprecian. Silenciosamente, esa idea sobrevuela las pasiones y pensamientos de quienes la frecuentan. Es una manera única de estar del lado del aprendizaje, de la vida, en vez de solo enfocarse en las dificultades. Es una profunda y cotidiana construcción del mito de la educación y el crecimiento personal. La escuela es un símbolo constante de aprendizaje y no solo un lugar de instrucción; es un signo que indica que alguien está aprendiendo, creciendo y transformándose.
Un signo en su alma, una parcela en su cuerpo. Totalmente diferente a otros espacios, la escuela conversa y comenta qué significa y qué hace por nosotros. Tal vez, en su momento, no se cumplen todas las expectativas de los estudiantes. Sin embargo, cuando reflexionan, reconocen las oportunidades y lecciones que nunca se pudieron valorar en su totalidad. La escuela se convierte en un recuerdo preciado en sus corazones. Los hechos permanecen: los estudiantes pueden no cumplir todas sus expectativas iniciales, pero el aprendizaje y las experiencias vividas permanecen como un cariño eterno.
Pero, por otro lado, lentamente las dificultades empiezan a menguar y los claros del entendimiento arrojan esa luz de las mañanas que despejan.
Claroscuros en las mañanas, esperanzas de nuevos conocimientos, aprendizajes de otros contextos, abrazos de amistades que construirán historias, miradas y sonrisas que nos devolverán otras anécdotas. Esperanzas y pasiones que empujan el futuro. Recibimos y percibimos las constantes invitaciones que el futuro nos ofrece.
Sin embargo, hay veces que algunas personas tienen todavía ese dolor anclado en el alma y no pueden hacer lo que todos intentamos: ir aprendiendo, entendiendo, conociendo, perdonando, perdonándonos.
Se convirtieron en adultos.