Con los años, mi madre desarrolló una particular animadversión hacia Junín. No sé si fue ella quien me contagió ese rechazo, o si fui yo quien se lo transmitió a ella. La realidad es que las rutinas del lugar —la vuelta del perro, las historias de la vecina, o la elección de la pollera de la hija de fulanito— resultaban monótonas. Al fin y al cabo, ya sabemos qué hace la gente común: ama, odia, se esconde, tiene miedo, desea, goza. Son, como cualquiera, simplemente humanos.
Incluso llegó a ver con recelo la competencia entre padres sobre temas tan “importantes” como las historias de la sobrina de Fulgencio o los logros —trascendentales para ellos— de sus hijos. La implosión de la ciudad se convirtió para ella en un proyecto deseable y hasta plausible. Sin embargo, entre tanto plan de destrucción imaginario, era difícil salvar su querido colegio, la multitud de alumnos —inocentes de sus excentricidades— o el club, que también terminó cayendo en desgracia y fue incluido en su proyecto de implosión.
Pero, aunque la demencia se volviera moneda corriente, siempre respetó la ley. Así que, en lugar de comprar dinamita, comenzó a soñar con no dejarle nada a la ciudad. No quería darle siquiera la satisfacción de que en su partida de defunción figurara Junín como su lugar de residencia. Fue entonces cuando decidió cambiar su domicilio sin decírselo a papá. No era necesario ni importante. Y un día, en el Abasto, a la vista de todo el público porteño, selló su pacto consigo misma. Al ser preguntada por su domicilio, mintió y respondió con firmeza: “Ciudad de Buenos Aires”.
Tras su muerte, mientras realizábamos los trámites, esperábamos el documento que confirmara si su plan había tenido éxito. Papá no sabía nada, pero yo tenía la sospecha de que lo había logrado. Su documento era nuevo, apenas de quince días. Si ella hubiera sabido con anticipación que iba a morir, le habría dado igual; para ella, la doble victoria era asegurarse de que sus herederos tuvieran que gestionar el papeleo en Buenos Aires.
Finalmente, llegó la confirmación. Papá estaba al teléfono, y le pedí que mirara el domicilio para ver si era cierto, para ver si al menos eso se le daba. Y ahí estaba: «Silvia Farías… con domicilio en la Ciudad de Buenos Aires».
Lo había logrado. Papá guardó un silencio desconcertante, roto solo por mi risa triunfante. Eso era lo que ella quería; no deseaba que Junín figurara en su historia final. Y así, la Ciudad de Buenos Aires perdió un ciudadano, un granito de arena, ese granito que constituía una gran parte de mi propio mar.
Por ahora, su cuerpo descansa bajo el cielo juninense. Quizás, algún día, encuentre su descanso eterno en su verdadera ciudad: Buenos Aires.