Era abril, año 2013, la bruma, la lluevia y el clima otoñal se desparramaban por toda la ciudad.
Junín lucía tranquilo, era un día feriado ¿Quién iba a hacer algo en el inicio del día?, aproximadamente eran las 9 de la mañana. Recuerdo que para esa fecha yo me encontraba con mi novia en la ciudad, no estaban siendo buenas jornadas. Mamá sentía un malestar en una parte de su cuerpo y no podíamos saber qué era. Los doctores habían dicho que el problema radicaba en el ‘Stress’. Denominador común de muchos médicos mediocres que no saben encontrar o entender una dolencia fisiológica de un paciente y que ante semejante insuficiencia tratan de dar respuesta a todo cuando lo que tendrían que decir es: «Por el momento no sabemos»
Su cara lo decía ‘no la estoy pasando bien, pero parece que tengo que estarlo’. Me hace acordar muchas veces a esa cara que tiene la gente cuando se encuentra en la oficina del jefe, y se encuentran discutiendo. Ellos saben que tienen razón, pero el jefe en su profunda convicción no afloja. En ese momento veo la cara, el acto reflejo. ‘La estoy pasando mal, ¿Por qué? si no debería’
Aparte, no había que preocuparse, el médico había dicho que no existía problema y un especialista comentó que ‘según lo indicado por el diagnóstico de imagen’ lo que se encontraba en su páncreas no era un tumor maligno sino otra cosa. Entre cierta certeza médica y la angustia de un ser querido nos encontrábamos. Era un sufrimiento un tanto bestial, una ansiedad incomprensible y un dolo, innecesariamente irremediable. Pero estábamos equivocados. Todos, menos mi mamá que con su cara decía ‘yo tengo un dolor profundo’….y después nos daríamos cuenta. También irreversible.
En un primer momento no tomé en serio toda esta cuestiones. Al fin y al cabo había visto a mamá igual, y aunque su cara delataba que estaba mal. Tal vez era sencillamente miedo a algo. No lo parecía. Recordé, cuando niño e incluso adolescente, pasábamos tiempo juntos yo le decía “ey má. ¡Dale!, ¡Haceme Mate!” Medio imperativamente, medio chistosamente. Y eso funcionaba. Siempre funcionaba. Iba, ponía la pava, preparaba el mate mientras tanto yo la acompañaba y le hacía algún chiste. Ella levantaba, podía ir sobre la dolencia. O lo actuaba con sus mejores dotes de madre.
Sin embargo esta vez fue diferente, esta vez las cosas no funcionaron como esperaba. Ella, entre tanto un poco pálida, un poco amarilla, tomándose con la mano derecha una parte del abdomen me miró, sonrió con esas sonrisas de dolor que las madres tienen porque no pueden hacer eso que tanto querían y me dijo de una manera débil y entrecortada: “no me siento muy bien, ¿podés preparar vos?”. Casi lloro, estaba ahí, yo quería llorar, yo iba a llorar. Mi novia, de repente dijo. ¿Y dónde está la pava?, y se llevó la situación. Un poco porque ella había entendido todo. Lo había percibido, había sido madre en ese instante.
Si el mundo se desmoronaba, si las cosas se iban a caer ella entendía que no era el momento. Para que yo quiebre a llorar, porque si mi madre iba a morir. Por el momento había quedar valor.
A las espaldas de mamá se encontraba la pared blanca, mamá se sentía mal. Y la tristeza de su malestar sumado a la desesperación de no saber qué sucedía me hacía peor.
Todos queremos ayudar en ese momento ¿Pero a qué?¿Para qué? No pudimos hacer nada, sólo, por primera vez en toda nuestra historia cebarle mate. Los mates más amargos de toda mi vida.