Cuando lo miraban, creían que eran iguales. Lo veían como un igual, unidos bajo el azote de un mismo destino impuesto por un dios ajeno. Mientras lo trasladaban por senderos que se extendían desde Dina Huapi, pasando por Bariloche, el Lago Lácar y Nahuel Huapi, un pensamiento compartido cruzaba las mentes de los huincas: “Es como nosotros”. Pero no lo era. Ellos eran huincas, y él, un hombre herido, se encontraba en el umbral entre la vida y la muerte, rumbo a una ambulancia.
En su mente, los recuerdos se mezclaban con los relatos que había escuchado de niño. Historias de invasores que llegaron a caballo, armados con escopetas. Algunos portaban banderas celestes y blancas, otros banderas rojas. Desde ambos lados de la montaña, aquellos hombres se consideraban diferentes, pero sus acciones eran las mismas. Traían armas para someter, sacerdotes para controlar a los tranquilos y licores para doblegar a los rebeldes. En ese nuevo mundo del huinca, todos debían sufrir.
Él había luchado contra los acólitos Nehuén, hombres que habían traicionado a su pueblo. También había querido a sus mujeres, lo que alimentó la rivalidad. Pero perdió. Herido y derrotado, fue expulsado al mundo de los huincas. Fueron turistas quienes lo encontraron mientras exploraban los senderos. Lo llevaron al hospital, pero cuando intentó escapar, lo ataron. Ahora estaba atrapado en un lugar desconocido.
Allí comenzó su extraña recuperación. Fue atendido por una mujer que hablaba la lengua huinca con un tono diferente, ajeno al desprecio habitual. Su presencia era misteriosa; no era como los demás. Ella era extranjera, una bruja que curaba sus heridas con palabras y hierbas. La bruja hablaba también su idioma, algo que lo desconcertó profundamente. Entre los huincas, ella también era tratada con burla y desprecio, pero mostraba una fuerza interior que él no comprendía del todo.
La mujer le dijo: “No tienes que convertirte en uno de ellos. Si lo deseas, puedo contarte historias que he aprendido. Puedo enseñarte otros idiomas y prepararte para volver a luchar contra los Nehuén.” A pesar de sus dudas, él aceptó. Con el tiempo, sanó sus heridas, aprendió a montar a caballo y recuperó algo de la fuerza que había perdido. Finalmente, con la ayuda de la bruja —quien más tarde supo que se llamaba Bertha Koessler-Ilgt—, escapó un 19 de octubre de 1914, mientras el mundo huinca estaba sumido en lágrimas por la muerte de alguien importante.
Nadie sabe qué ocurrió con él después. Se perdió en el tiempo y en la memoria. Sin embargo, el 9 de agosto de 1965, algo cambió. El clima sobre la región se tornó diferente, y en cada punto donde ondeaba la Wenufoye, la bandera mapuche, una nueva flor brotó. Una señal de que, a pesar de los golpes de la historia, la esencia de los pueblos originarios sigue viva, floreciendo con cada generación.