Remonta

¿Por qué fija su mirada en el colibrí cuando hay flores a su alrededor?, se preguntaba mientras sus ojos exploraban la mitad del jardín y se centraban en la pequeña criatura. Su mirada quedó suspendida, siguiendo al ave que revoloteaba entre las flores durante el crepúsculo, el momento preferido para ambos: las suaves tardes de días templados.

Las alas del colibrí descomponían la luz, dejando tras de sí una tenue estela de colores. ¿Eran las alas o acaso las plumas? Se asemejaban a un arcoíris en movimiento. Mientras el colibrí se desplazaba de una flor a otra con movimientos rápidos, su mirada taciturna lo seguía como si estuviera persiguiendo el rastro de algo maravilloso. Quizás porque en su vuelo vertiginoso y decidido se reflejaba la idea de una libertad sin restricciones.

Quizá también por el color, la gracia y la agilidad del colibrí, que nos regalaba la ilusión aparente de ser algo más especial que el resto. Una pequeña debilidad humana: anhelar ser especial y sin ataduras.

Aunque me esfuerzo por establecer vínculos con la idea infame de la absoluta libertad, no puedo comprenderla. Tendré que contentarme con imaginarla.

En su mirada se reflejaba la emoción de su vuelo ligero. Daba la impresión de que el colibrí no necesitaba nada en ese momento, liberándose de un peso que quizás llevaba en sus hombros.

La magia infinita en la cual las personas luchan constantemente entre sí, creyendo en leyendas que no se conectan. El colibrí se posa en una rama, no muere, descansa. Según la antigua leyenda, el colibrí lleva consigo el alma de las personas que se esconde entre las flores para, finalmente, depositarla en el cielo.

El colibrí retoma su viaje con la constante decisión de un nuevo rumbo. Apenas lo vi, apenas lo recuerdo; lo que permanece en mi memoria es la expresión de alegría en su mirada, porque estaba enamorado.

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