El Primer pedaleo

El primer pedaleo

«La vida sólo puede ser comprendida mirando para atrás; más,
sólo puede ser vivida mirando para adelante»
Soren Kierkegard

Sol primaveral prodigando vida por el barrio. Eran las cuatro de la tarde. La familia se disponía al evento, los comensales luego de profundas jornadas de jolgorio había reparado que era el momento. Donde abundaron las carcajadas y los chistes empezaron a generarse las sonrisas de la gloria futura. Ya tenían en su mente la ansiedad de lo que verían sus retinas. Era la jornada heroica. Era el día. Había un expectante espíritu de gloria.

Pero, como no hay evento sin verdugo, un tío gritó, “¡juguemos un truco!”. Todos aceptaron y los cuarenta naipes pusieron en vilo la tarde, posponiendo, por el trance de una hora, la épica. Con el apetito lúdico saciado, y las postales de la victoria sobre sus hombros salieron al encuentro con la historia. Las glorias cotidianas que todos recordamos hasta el final de nuestros días.

Todos comentaban como había sido su primera experiencia.

  • “La mía tenía un color rosa. ¡Era hermosa!” comentaba Claudia
  • “Ah, ¡no! Mi papá se decidió por la roja. Porque coincidía con nuestro equipo”, agregó Mauro.

Y en el tropel de descripciones, colores, formas y situaciones  estaba el héroe del y su bicicleta, aún con rueditas. Qué pronto no estarían más.

Antes de salir se acercó su tío con llave, quitó la ruedita izquierda, luego la derecha y le dio su bicicleta para que la lleve. Se sentía bien, era maniobrable y posiblemente más cómoda. La madre respiró aliviada, por fin después de 3 años las rueditas no serían el gran problema para las paredes de la casa. Suficientes heridas de combates conservan.

Salían uno a uno a la vereda a ver lo que sucedía, la abuela con sus agujas de tejer, la tía había dejado su libro en un costado, algunos de esos manuales raros con los cuales atormenta alumnos, el abuelo con su copa de vino y los tíos. Todos recostados sobre la pared antes de salir de pequeño jardín donde brotaban las rosas, los jazmines y las abejas que querían colonizarlos.

En la verdad nuestro protagonista: Cristian, y su padre quién oficiaría de iniciador y maestro en este recorrido que era dejar de usar las rueditas hasta poder andar tranquilamente por las calles en equilibrio. Y por sobre todas las cosas: libre.

Él sentando en la bici y todo el mundo expectante mirando su andar. La platea VIP era un jolgorio. Quizá tal vez le generaba presión la mirada de las personas ya que no es fácil para un niño y menos para él ser el responsable de la alegría de cómo siete adultos. Además de ejemplo para primos y tíos.

Entonces el empezó a sentirlo su papá lo estaba ayudando y mientras lo tomaba de los dos hombros lo iba llevando hacia adelante con cierta velocidad, de repente las dos manos se transformaron en una, mientras tanto el papá le decía: “Ya podés empezar a pedalear Cris”. Entre todo este tramo recorrieron media cuadra y una vez que la mano que empujaba empezaba a separarse de la espalda esperando el primer pedaleo. Nada ocurrió. Automáticamente se paró: No había siquiera intentado dar una vuelta completa del pedal.

“¿Qué te pasó Cristian que te detuviste y no pedaleaste?, ¿Estás bien? ¿Querés que te acompañe hasta que des el primer pedaleo?”, preguntó el tío con inquietud.

“No; sólo estaba esperando el momento adecuado para hacer el primer movimiento. Estaba buscando el motivo y la razón para pedalear”, contestó

“Bueno, tenés que pedalear. Para seguir andando.”

“Vos tenés tu forma y yo tengo la mía.”

“Pero yo sé andar en bicicleta y te estoy enseñando la forma en que lo hago. Una vez que andes lo vas a poder cambiar por vos mismo.”

“Eso es porque vos crees que todo gira en torno tuyo.”

Las preguntas y respuestas se sucedían una tras otra. Cristian atinaba a responder qué los otros eran el centro del mundo y que eso estaba mal porque ellos tenían que esperar que el encuentre sus propios motivos para pedalear, porque es algo que debe salir de él mismo y que no puede ser obligado.

Todos les daban indicaciones diferentes, cada uno tenía su método. Ahí para darle tranquilidad su amigo le dice “vamos”. Pero él se paró y los miró a todos con aire de superioridad. Ese aire que esconde la gente que tapa el piso de sus miedos con escombros de palabras sin sentido. Lo que él quería era un recetario perfecto para salir andando en bicicleta, y que se lo digan todos y al unísono quería cuadrar el círculo de todas las vidas en un triángulo. Quería que el mundo y la totalidad de todos se adaptaran a sus miedos. Él quería escuchar una sola voz que diga todos y cada uno de los significados. Sencillamente por su miedo atroz a la incertidumbre. Él quería que la voz incluso sea la suya. Él quería que le digan algo que no hiriera su pequeña vanidad.

Un tío ya enojado le gritó:

“No hace falta ninguna hazaña para andar en bici pibe. Sólo tenés que pedalear”

Su respuesta fue el silencio y el enojarse con el mundo, dijo un montón de cosas en su berrinche para ver si podía descontrolar la situación y, los adultos un poco se alborotaron, no era tan problemático que él no quiera andar en bicicleta. Todos podían esperar. Pero había insistido tanto las semanas anteriores en querer hacerlo que parecía que el destino natural era intentarlo.

Él se enojó con los demás porque enojarse consigo mismo era un acto más sincero, pero doloroso. Y él, que estaba acostumbrado a mentirse continua y constantemente, elaboró un conjunto de razones y motivos para no hacerlo.

La Mamá llegó al chico una vez envuelto en lágrimas y en inteligibles palabras. Lo limpio un poco y le dijo:

“Mi vida, no llores, andar en bici no es para hacerte sentir mal. Es verdad que puede incomodarte pero tenés que tratar de obligarte a poner ese piel en el pedal y darle para adelante”

Pero él estaba tan obstinado en sus miedos que decía que no tenía ninguna razón para hacerlo. Su madre se dio cuenta que ese primer pedaleo jamás iba a existir en esa jornada. Él estaba pidiendo permiso para vivir. Y eso lo estaba deteniendo.

En esa jornada él rechazó con razones todos los compartimientos de la libertad hermosa que es sentir el viento en la cara. Él rechazó llegar al atrevimiento con razones. Porque sólo eso tenía razones. Después era un cúmulo de frustraciones, odios, miedos y vergüenzas sobre sí mismo.

Por la vereda de en frente pasaban sus amiguitos, rebozando de atrevimiento, andando en bici.

“Cris, no estamos yendo a pescar al río. ¡Dale Vamos!”

Y él fue, pero no en bicicleta. Tal vez fue a pie.

El primer pedaleo, el del atrevimiento, no existió jamás, el buscaba el motivo para atreverse. Y ese motivo no existía, el primer pedaleo era una incomodidad sana que él no se animaba a transitar. Y con la grandilocuencia de sus palabras vacías dejó que todos se vayan porque no iba a andar en bicicleta en esa jornada. El primer pedaleo, el del atrevimiento, no llegó, porque no existía motivo. Era un acto de fe, de confianza en sí mismo, de coraje y de ambición. Y para todo eso, como para los sueños, es necesario posponer los miedos presentes para las victorias futuras.

Terminada la pesca. Sus amigos se ofrecieron a llevarlo. Pero él se negó. Su vanidad, era el sucedáneo de su cobardía. Él dijo que no era necesario, llegaban todos transpirado con olor a pescado. Nadie le insistió, aunque se moría de ganas. Sus amigos se fueron en jolgorioso tropel y el sólo en colectivo. La noche estaba fresca, tal vez en bici, hubiese sido más cálido.

En la noche, una vez finalizada la jornada, se acostó tranquilo, él había estado seguro que tenía los motivos adecuados y correctos. Él no tenía necesidad de aprender a andar en bicicleta, si total podía movilizarse de otra forma. Tenía todos los motivos a su favor. El sólo tenía la razón.

Se recostó en su cama, y una vez en ella le molestaba la luz que entraba desde la cerradura de su puerta que daba al living de la casa. La luz que lo incordiaba llenaba esa porción de oscuridad que era su habitación y le impedía lograr el estado de quietud y tranquilidad que él necesita para dormir. El necesitaba y quería que todo fuera lo mismo, y que estuviera quieto además de inmóvil.

Pero, es la oscuridad la que retrocede cuando aparece la luz, y no la luz la que se va cuando deja de existir la seguridad. La luz brilla, la oscuridad razona en su existencia. Y así, para dormir tranquilo y en paz, el razonó y llegó a la conclusión de qué lo mejor era tapar esa pequeña cerradura. Se levantó agarró una porción de cinta y la pegó prolijamente en la cerradura de la puerta.

Ahora sí, con todo totalmente a oscuras y evitando cualquier pequeña luz que podía incomodarlo pudo cerrar los ojos. Por fin, habitando el suburbio de la gloria sin experimentarla, habiendo transitado el suburbio de la vida sin vivirla se durmió luego de ese día donde preguntó, e incordió, y de tanto preguntar se olvidó de vivir.

Las crónicas cuentan que este chico murió de tanto preguntarse, de tanto espera el momento adecuado, de tanto buscar el motivo y la razón… se olvidó de vivir y de tanto pensar también olvidó una actividad tan cotidiana como comer. Muriendo para el verano siguiente

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