La Muerte del Sordo

La sangre corría por su cara, a falta de lágrimas, su amigo no ahorraba sudor para tratar de salvarlo. La tarde era oscura, no había un alma por aquellos pedregales. Luego del disparo el homicida había corrido por recova hasta los callejones de San Ignacio.

Ahora sólo se encontraban él, su amigo y la nada. Todo parecía perdido, la vida se extinguía en la presencia de alguien que ni siquiera podía decirle perdón. Ese alguien, el otro, era sordo, y estaba muriendo. 

Ambos comprendieron lo efímero del tiempo. Hubiesen deseado volver sus pasos hacia atrás, no al momento del altercado, sino de las situaciones que no vivieron por estar acobardados, por tener miedos a equivocarse. 

Por ahorrarse los potenciales problemas que pudieron ser anécdota, pero ahora sólo serán olvido.

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