Mosquita Muerta

Ese día, todos estábamos en nuestros puestos de trabajo. Juan llevaba a cabo sus tareas con rutinaria queja, yo miraba por la ventana. De repente, el cartero trajo la citación para «prestar servicio». 

En su rostro vimos la tristeza: sería enviado a situaciones peligrosas en nombre de lo que otros llamaban patria, en busca de honor y «eternidad». Yo tampoco entendía del todo, pero sentía tristeza al saber que tal vez su café de la mañana no sería como el mío, y que quizás nunca volveríamos a hablar. Tal vez, para siempre. Ya no se quejaría de mi voz en los canturreos del trabajo.

Mientras tanto, en la esquina estaba ella; una compañera que era la encargada de ser la persona amable en la oficina: madre, casada y siempre «atenta». Pero en cuanto se enteró de la situación de Juan, pensó: «¿Qué haremos nosotros con su trabajo si él no está? ¿Quién lo reemplazará?» Así fue como seguí recordando por qué mantenía mi distancia constante y por qué siempre me daba la impresión de ser una persona hipócrita.

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