Otra anatomía de los tiempos.

Viviendo como acción, no como adjetivo. Decía el interesado literato en su café matutino, esto es encontrar los senderos en el derrotero de los relojes, por eso yo te amo. Pero no sólo a tí querida. El reloj casi sin percatarse de nosotros nos impone el dictamen de su voluntad. Dios impasible, espantoso y siniestro, no nos percatamos de su existencia hasta que es tarde: es un Dios indómitamente sereno. Es por eso que me gustan las chicas jóvenes, no por su belleza sino porque me recuerda al tiempo que se fue.

El reloj está siempre ahí para decir: “recuerda”: recuerda el fin. 

En el humilde quehacer de la humanidad están muchas veces los recuerdos. Pesan más de lo normal y se transforman en nostalgias. Los recuerdos muchas veces son el reencuentro con la idea que por diversas causas es preferible olvidar. De tanto recordar el momento pasado lo convertimos en leyenda, y necesitaremos una voluntad demacrada en intentos, o incontenible en genialidad para quebrarla. 

Sin embargo, en el tiempo conviven los anhelos de aquellos que nos siguen proponiendo el futuro. Gente extraña y escasa: son los que le arrancan porciones de vida al desgaste y al tiempo.

 Por eso es necesario arrancar cada instante un trozo de vida.

Y mientras ella escuchaba con atención sus palabras y le encantaba cada uno de sus dichos dignos de un Dalai Lama ella sabía que iba a perdonarlo. También sabía que en dos horas se iba a encontrar con dos compañeros de trabajo para otra jornada en el albergue transitorio. Ellos no eran tan brillantes, aunque agradables, pero como la dejaban renga los seguía frecuentando.

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